lunes, 15 de noviembre de 2010

La felicidad está en las cosas que no planeas, en las que no buscas, en las que no ves venir.

Ella entró. Casi sin permiso. Cerró aquella pesada puerta y tímida, dejó su abrigo sobre un baúl. Aún tenía las mejillas, las orejas y la nariz rojas del frío de la calle.
Él, todavía con la sorpresa en el cuerpo, y con un poco menos de vergüenza, se acercó a la joven. Le susurró algo al oído y su aliento caliente sobre el cuello, hizo que ella se estremeciera. 
Él cogió el mechón que se había salido de su sitio y se lo colocó detrás de la oreja. Después, tras pensarlo un rato, acarició su cabello hasta llegar a su nuca. Mientras, se iba acercando a ella. Y por sorpresa la pilló, al fundirse en aquel beso. Extraño, nuevo. Cálido, suave.


Cinco minutos más tarde. Él le sonríe. Ella, aún algo cortada. Tiene ganas de besarle, de estrecharse en sus brazos hasta que se le pasen los escalofríos nerviosos. Perderse en su desnuda espalda infinita. No separarse nunca de él.
Anochece.
Mientras, en la calle suenan los típicos ruidos de la gente volviendo a sus casas.
Los dos siguen abrazados, mirando por la ventana desde donde se encuentran recostados.


Empiezan a hablar sobre su amistad, sobre los últimos días en los que no han hablado y sobre lo que ha pasado. 
Eran uña y carne desde siempre y ahora había algo más fuerte que les unía de nuevo.
Miran el reloj. Aparentemente este se ha parado. Sonríen de nuevo. Y se besan.
Después de un eterno rato de silencio y miradas furtivas sus labios se encuentran. Y sus respiraciones se unen a un solo compás.
... Es ahí cuando empieza todo. Se ven envueltos en situaciones que nunca habían imaginado. En el que el papel de los dos ha cambiado y en el que cada uno de ellos se ve inmerso en algo nuevo del otro que no conocía, ni en lo más remoto de su mente.


Cuando se despertó y se giró, se encontró su espalda desnuda. 
La sábana a la altura de su cadera, su oscura y ensortijada melena sobre la almohada. Y aquellos lunares preciosos adornando su espalda. 
No entraba luz por la ventana, la persiana estaba totalmente cerrada. Pero no le hacía falta iluminación alguna. Veía su silueta girada contra el colchón a través de unas pupilas completamente acostumbradas a la oscuridad.


Entonces se dio cuenta de que ya estaba. Se había enamorado, ya no habría ninguna otra. 
La miraba y se le hinchaba el corazón. Y al igual que se le hinchaba el corazón se le encogía el estómago (porque todo junto no cabe). 
Y con sus dedos recorrió sus lunares, dibujando constelaciones y cielos infinitos. Y sintió ese amor clásico de película. Un amor de miradas llenas de ternura y sonrisas tontas, bobaliconas. Aquel que tantas veces había criticado y había llamado ñoño y pasteloso. 
Casi tantas como había deseado vivirlo.
Y ahora, aparecía aquella chica y echaba por tierra toda aquella barrera que se había construido contra aquel sentimiento. Todo aquello que había evitado.
Sentía aquellos escalofríos por toda su espalda. Desde sus pies hasta su nuca recorría travieso. Y no era precisamente por frío, no. Él tenía calor, con solo verla. Aquellos escalofríos amenazaban tormenta emocional.

1 comentario: